A la República: Cuida a tus artistas.

No era mi intención tratar este tema acá, sin embargo, creo que es bueno desde ya, en vísperas de nuestras fiestas nacionales, tomar partido respecto de ciertos acontecimientos vinculados a la escena ñoña local.

Hace algunos días, hubo cierto grado de polémica, por las opiniones vertidas por algunas personas que son colegas mías del anisong. Esas opiniones, realizadas en redes sociales y filtradas de manera mañosa en algunos casos, mostraban disconformidad y enojo. Esto respecto a la poca o nula valoración que los productores locales de eventos geek tienen de los artistas que trabajan en estos eventos.

Los anisingers cuestionaban el concepto de «la vitrina»: eso que los productores les ofrecen a cambio de que canten en sus eventos. La respuesta de los furiosos cantantes no se hizo esperar: el arte es un trabajo, y como tal, merece una retribución justa. Nadie vive de vitrinas ni de fama. Y menos los artistas, porque en resumidas cuentas «son el evento». Por lo tanto, solicitan algo justo. Quieren que se los respete y se les tome en cuenta como trabajadores del arte, ya que aportan la mayor de sus capacidades a realzar los eventos a los que acuden (y que no pasen desapercibidos).

Ya antes de la respuesta conciliadora de uno de los productores, surgió el chaqueteo, esa institución que es tan sudamericana y que nos impide apreciar las cosas con justicia.

«Que debieran darse por pagados con 10 lucas o una colación», «que quieren alfombra roja», «que no debiesen ser tomados en cuenta por su poca convocatoria» «que quieren cobrar por 1.000 suscriptores de Youtube»…

«El arte es un trabajo, y como tal, merece una retribución justa.»

Quizá Ud. no sintió nada al leer lo anterior. Yo viví el dolor de ojos.

No solo por los cantantes, si no también por ilustradores, bailarinas y bailarines, fotógrafos, videistas, cosplayers, animadores, bandas musicales, actores de doblaje, invitados especiales, e incluso chefs de comida oriental. Todas personas que desempeñan artes.

Y estas personas tenemos en común el poco arraigo que la sociedad siente con los artistas que produce. Circulamos entre la tibieza de la mayoría y el irrespeto grosero y procaz de unos cuantos que meten bulla para hacerse notar. Un grupo de chaqueteros que cuestionan carreras enteras hasta el punto de negar lo evidente (arte, disciplina, talento) solo por ego o necesidad de autovalor. Ello acompañado de la silente complicidad de la mayoría, cuyo modelo de conducta es más cercano a los realitys que a Julio Martínez. Gente a la que cualquier cosa que brille le da nauseas.

Lamentablemente, tengo la sensación de que siempre fuimos una República asi de penca con nuestros próceres: a Gabriela Mistral le preguntaban en cuantos meses se iba, siendo que apenas había llegado. Y a don Elías, cuando del Inter de Porto Alegre volvía a Palestino, se le cuestionaba si retornaba «porque estaba acabado».

Esa gente sufrió por la indolencia y incomprensión de sus contemporaneos. Pero ya no más.

Y no porque quiero mostrarle al mundo que mi desempeño es todo lo pasional que soy, pero siempre con bases técnicas. Que las horas de ensayo valen la pena. Que en el escenario nadie me la gana. En resumen, quiero que mi gente aprecie el arte en su justa dimensión: no como «un divertimento de ricos», si no como un trabajo extraordinario que por serlo, nadie más puede hacer. Esa es lo que define al artista: un ser normal, que hace cosas extraordinarias que arrebatan el alma.

Y por eso me gustan tanto los aplausos. Y despues que me paguen.

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