¿A que se puede comparar la polémica respecto del uso de la palabra «Kawaii» y su protección como marca en Chile?
Se ha comentado mucho, en medios de comunicación de nuestro nicho y redes sociales afines, de lo acontecido respecto del “Caso Kawaii”. Este caso donde un particular llamado Gerardo Ruiz registró la palabra “Kawaii” como denominación de marca susceptible de protección por parte de la INAPI. Acto seguido y a través de allegados a su servicio, supuestamente habría obrado impidiendo a eventos como ferias geeks – a través de las redes sociales y correos electrónicos- que utilizaran la mentada denominación. Además de insinuar un cobro como “autorización” para permitir la utilización del término, o llegar a bajar eventos con amenazas de judicializar la dizque infracción. Mucho sabemos de lo que se ha comentado, ergo, no es mi intención ahondar en el caso.
Lo que si quiero hacer es contarles de un caso análogo; esto es, respecto de la protección de cierta palabra usada por una comunidad de manera libre, procediendo a solicitar cobros e incluso impedir a la comunidad el uso libre de aquella palabra. Además de contar las consecuencias de las acciones de quienes proceden de este modo.
Para tales efectos, los llevaré a Baltimore, en el estado de Maryland, Estados Unidos.
Los habitantes de esa ciudad tienen un modo de hablar inglés que es distintivo respecto de otras regiones. Viven a las orillas del rio Patapsco, de enormes dimensiones, junto con la Bahia Chesapeake. Por lo tanto, la ruralidad y la ribera influyeron en su cultura, su cosmovisión y en su lenguaje. Una de las palabras distintivas que ellos tienen es un diminutivo de “cariño”, en inglés Honey, llamado “Hon”. La utilizan tan ampliamente, que incluso la cultura local se denomina “Cultura Hon”, para agrupar su jerga, su modo de ser, su acento, su humor propio y la calidez propia de la gente ribereña.
Pero alguien quería ir más allá.
«Ella pensaba en ganar dinero vendiendo tazones, poleras y otros artículos con la palabra «HON». Los ofendidos baltimorenses no lo aceptaron.»
La empresaria gastronómica local Denise Whiting fundó en 1992 el Café Hon en los suburbios de Baltimore. Desde su fundación, el lugar estaba en el corazón de los habitantes locales porque era una prolongación de sus propios sentimientos ciudadanos. Sin embargo…
En Noviembre de 2010, la empresaria registró para protección de marcas las denominaciones «Café Hon» y «HON». Esta última se le convirtió en una gran dolor de cabeza para ella. Pensaba en ganar dinero vendiendo tazones, poleras y otros artículos con la palabra registrada, pues su café se había convertido en un lugar turístico y deseaba entregar una experiencia única a cada cliente. Además, amenazó a la gente con demandas si osaban ocupar HON en alguno de sus productos o servicios, e hizo apariciones en la prensa, anunciando que era la dueña de la palabra «Hon». Los ofendidos baltimorenses no lo aceptaron, y pusieron el grito en el cielo porque se los estaba privando de su palabra regalona, de su denominación de origen. Y empezaron las protestas.
Idearon un boicot selectivo del café, centrado en impedir el ingreso de clientes , atacar a Whiting en redes sociales, perjudicar al café en el boca a boca e incluso reclamar la atención de los diarios y televisión locales, además de colocar pegatinas en los muros y señales de la ciudad con la palabra HON tachada. Las ventas cayeron un tercio, los clientes evitaban comer en el café y la mala fama hizo que se denominara en columnas de prensa a Denise como «La reina del avispero».
Incluso, el estado de salud de la empresaria decayó, la calidad de servicio empeoró y ni siquiera los vecinos al café ingresaban al servicio. Debieron intervenir el chef Gordon Ramsay y su equipo de Pesadilla en la Cocina EEUU para buscar una solución a la falta de clientes y la mala fama del café y de su dueña.
Al final, primó la cordura: Whiting renunció al registro de la marca y se lo cedió a la ciudad como debió haber sido desde el principio, recuperando de paso la confianza de ciudadanos y clientes para su restorán. Pero recuperar el cariño y aprecio de las personas es otra cosa: siempre queda un tufillo de desconfianza. A las personas no les agrada estar en compañia de quienes ven en la cultura solo una oportunidad para hacer plata, despreciando el corazón de los ciudadanos, la libertad del uso de las expresiones locales y el orgullo de los íconos colectivos. Eso es lo que pasó con Denise Whiting, y eso es lo que puede pasar hoy con Gerardo Ruiz.
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